​La mujer en las letras: Margarita Urueta, por Jorge Cuesta

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Poco ha ayudado al crédito de la mujer en las letras la exigencia social que ha pesado constantemente sobre su carácter: se le ha exigido siempre la simisión y se le ha negado la capacidad de rebelarse. Las mujeres rebeldes han sido juzgadas msculinas, marimachos, infieles a su condición de mujeres. Y, puesto que el espíritu es una rebeldía, no se ha tolerado socialmente que existan mujeres espirituales. Es común en la crítica y en la historia el sentimiento que considera a las mujeres que se distinguen por el espíritu, como poseedoras de un temperamento masculino. No pocos filósofos modernos han fundado su interpretación de los sexos en la idea de que el espíritu no es el temperamento de la mujer. Sin embargo, en el fondo de esta idea, probablemente no se manifiesta sino el deseo masculino de que la mujer no sea espiritual y, al serlo, norme su vida con el pensamiento de que hay en la vida exigencias más importantes que las del hombre. Pues se resiste el hombre a que el espíritu se apodere de la mujer, porque se resiste a despojar a sus sentidos de ella.

No impera menos en la sociedad un sentimiento femenino, que exige al hombre la sumisión al sexo, y que no tolera en él la rebeldía que se origina cuando lo ganan fascinaciones espirituales. Sólo a los muertos se les aplaude la rebeldía, y esto es significativo de que no se tolera que los vivos desoigan los mandatos de la necesidad de sus semejantes. Nunca se ha dejado de ridiculizar y despreciar vulgarmente a los sabios, a los artistas, a los ascetas, que privan a la sociedad de su misión carnal. Y este sentimiento por cuanto se ejerce sobre los hombres, y aún cuando se expresa a través de los hombres, es un sentimiento de la mujer.

Hay tanto derecho para desconfiar del juicio que niega la capacidad intelectual de la mujer, como para desconfiar del que se considera poco viril al hombre que no admite el yugo de las pasiones más inflexibles de la sociedad. El mismo origen tienen uno y otro juicio: se inspiran en la misma necesidad, en el mismo interés. Pero puede advertirse que tiene una mayoría influencia social el que proviene el de los hombres. En las actividades espirituales se han distinguido muchos más hombres que mujeres. Esto no significa sino que ha sido más fácil para los hombres eludir el yugo del sexo opuesto; y no prueba, en una sociedad gobernada por el hombre, que la mujer es más naturalmente sumisa, sino que está más socialmente sometida. Si se juxga marimacho a una mujer que brilla espiritualmente, no es porque falta a su naturaleza, sino porque falta a la naturaleza, al celo carnal del hombre. Y es al hombre a quien hay que conceder menos capacidad espiritual, si se da toda su significación al hecho de que, en la sociedad que el hombre gobierna, una mujer espiritual resulta hombruna y un hombre espiritual afeminado.

En su ensayo El Sino de la Mujer, el doctor Bernardo J. Gastélum, hace notar el papel revolucionario que desempeñó la Iglesia Católica al establecer socialmente el derecho de las mujeres a la castidad, que es una rebeldía del espíritu. Fue esta revolución religiosa a la que se debieron, seguramente, espíritus como Santa Teresa y Sor Juana Inés de la Cruz, que nadie se abstiene de considerar poco femeninos. No obstante, la propia Iglesia ha sido quien se ha encargado de someter a la mujer, oponiendo a la santidad rebelde de la castidad, la santidad sumisa del matrimonio, que es, esta última, la institución que el hombre emplea para asegurarse la incompetencia intelectual de la mujer. Cabría, por lo mismo, no atribuir a la Iglesia católica la emancipación de la mujer, sino a la corriente humanista que conmovió, también profundamente a la Iglesia, aunque sin nunca hacer preponderar, sobre las tendencias prácticas de la doctrina católica, las tendencias revolucionarias del cristianismo. Pero, sea cualquiera el origen de esa emancipación que pudo observarse en los siglos XV, XVI y XVII, y sea cualquiera la extensión universal que alcanzó, hasta para demostrar que la capacidad de la mujer en las actividades del espíritu no depende sino de la capacidad del hombre para tolerarla.

Es tan rara esta última capacidad, que ni siquiera le permite al hombe advertir que es su interés el que quiere que sean considerados como casos anormales, excepcionales, las mujeres que se distinguen intelectualmente. Es penoso para el hombre admitir que una mujer intelectual sea la norma de todas las mujeres; algo dentro del hombre se subleva al concebir sólo la posibilidad; sencillamente, siento inhabitable un mundo en que la mujer intelectual no sería lo insólito, sino lo común; y es que ese mundo, en efecto, no sería el más adecuado para la felicidad del hombre.

Hasta los más distinguidos intelectuales masculinos no se libran de sentir repugnancia por la mujer intelectual; aunque se supone que les interesa más la inteligencia que la mujer. Alguna vez se ha visto que las más respetables firmas de nuestra literatura han opuesto empeñosamente, al tipo intelectual de la mujer, el tipo sentimental de la madre. Esos respetables hombres de letras habrían protestado, gravemente ofendidos, si alguien les hubiera hecho notar que sus propósitos secretos eran santificar la animalidad y mandar al diablo la inteligencia. Pues tan profundo es en la sociedad el sentimiento, que sus raíces ya son obscuras, lo cual le permite hasta pretender que es un sentimiento espiritual.

C omo espiritual se da también el sentimiento que en la litetatura canta la mujer; pero esta espiritualidad no espera que en las obras literarias de la mujer sea glorificado, a su vez, el hombre; espera que también en ellas sea glorificada la mujer. En rigor, esta espiritualidad no se interesa en la mujer, sino en la felicidad masculina, y su canto a la mujer es un canto a los sentidos del hombres. De la mujer y de sus obras literarias, el hombre espera también respeto y la admiración de lo que él siente, no de lo que siente la mujer. Cuando pretende que la literatura de las mujeres sea femenina, no expresa sino su anhelo de que sea un nuvo tributo a su propia embriaguez. Una literatura como la de Sor Juana Inés de la Cruz es juzgada, ineludiblemente, masculina, propia de un marimacho; porque So Juana Inés no se da a la mujer como objeto, no se contempla a sí mismo con los ojos del hombre, no obedece a “la psicología de la mujer”. Y como no se interesa en lo que el hombre experimenta y, en consecuencia, no dirige la atención del lector masculino a su propia vida, sino a lo que está fuera de él, a lo que, para ser captado requiere ser pensado y no exclusivamente vivido, no logra envanecer al lector.

Toda verdadera poesía tiene por efecto llevar al que la escucha o la lee a sentir una felicidad fuera de él mismo, y tiene que fundarse en el desinterés, que es la naturaleza del espíritu. La poesía es una inteligencia incondicionada, que puede llamarse la inteligencia del azar y la aventura. Por esto debe esperarse que será verdaderamente poética la obra literaria de una mujer que se aventura a sorprender, en el alma de la mujer, lo que no se produce en ella a solicitud del hombre, es decir, lo que es imprevisto e inesperado, lo que no tiene por objeto embellecerla. Esta virtud encuentro en un libro que es un primer libro de Margarita Urueta, publicado recientemente con el título Almas de perfil, y al que debo las anteriores reflexiones. En los dos breves relatos que lo constituyen no se encuentra una literatura femenina, sino la manifestación de una auténtica capacidad poética. Incierta, como es, su expresión todavía, inseguro de su estilo y tímida su concepción, en esta obra de Margarita Urueta se anuncia, no obstante, un temperamente inflexiblemente personal y libre, es decir, inflexiblemente poético.

Es fácil que la mirada del lector no salte por encima de ciertas impropiedades del lenguaje, de ciertas vacilaciones en la forma, de ciertas confusiones que son de esperarse en una juventud que, con el orgullo de no sacrificar su personalidad, teme que en la reflexión no se madure la personalidad, sino se pierda. Es fácil que la impaciencia del lector encuentre superficialmente motivos para juzgar que la incoherencia de pensamiento que le resiste en el libro es el producto de una incapacidad, de un abandono de la concepción. Pero esta incoherencia sabe entregar el significado que defiende; en ella se expresa la razón poética del libro, cuyos dos relatos no pretenden más que transcribir el alma incoherente y frenética de dos personajes que están cerca de la muerte, uno, porque se ve próximo a morir; el otro, porque sale de una convalecencia. Y, como están cerca de la muerte, el alma de estos personajes delira, y se siente fervorosamente vivir.

Se recuerda sin querer a los sobrerrealistas que quieren que toda poesía se produzca en virtud de una incoherencia semejante al delirio, al sueño y la locura. Por mucho que esta doctrina choque con el sentido común, no puede ignorarse que el valor de la poesía está en su reserva, reserva de naturaleza semejante a las que, en la locura, en la neurosis y en los sueños el psicoanálisis se preocupa por desentrañar. Data de mucho tiempo la aproximación que se ha hecho entre la poesía y la locura. Aunque, ciertamente, no puede emplearse esta aproximación para despreciar a la poesía, como se inclina a hacerlo un sentimiento vulgar de la sociedad. Por el contrario, de acuerdo con los sobrerrealistas , y gracias a ellos, es posible utilizar esta semejanza nuevamente no para dar un sentido patológico a la poesía, sino para ver el sentido poético de la demencia y despertar la sospecha tradicional de que se debe a la presencia de un dios.

Volviendo al libro de Margarita Urueta, hay que advertir que la incoherencia en que querría versa la disipación de su pensamiento no es sino lo que lo defiende de circular de un modo banal y le permite estar recónditamente a la disposición de un demonio interior. Claro que el sentido común se contraría; pero no hay poesía que no logre contrariarlo. Y como el sentido común es el fundamento natural de la sociedad, cuyos actos están siempre fundados en una próxima evidencia sentimental, es posible, que los dos relatos se sientan como doblemente subversivos, como doblemente ofensivos para la sociedad; pues la sociedad no soporta que en la poesía exista una fascinación más poderosa que ella, y soporta todavía menos que esta fascinación se ejerza sobre la mujer.

Pero en el temperamento de Margarita Urueta la poesía es la más fuerte, y espero que el lector que no se pare en su juventud, en las imperfecciones, en la aspereza personal del primer libro, deberá agradacerle muy pronto una verificación de que la capacidad poética de la mujer es una capacidad del espíritu, una capacidad de la poesía.

El Universal, Primera sección, diciembre 3 de 1934, pp. 3 y 7.

(I) ​Ascensión: txdx lx sxlxdx sx dxsvxnxcx xn xl xxrx

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Llevo días sin poder escribir. Tecleo un par de letras y luego nada. Pero la idea no se va: queda su potencia en mi cabeza, insinuada, incapaz de realizarse en texto. Hace muchos días que no puedo escribir. También pasa a la inversa: hay ocasiones en las que puedo seguir tecleando, pero sin rumbo y la idea se pierde, la intención se agota en sí misma. En ambos casos, el resultados es el mismo: lo poco tecleado me llena de asco, de vergüenza, y por pudor y dignidad lo borro: regresa a la nada a la que pertenece y de la que no debió salir. Llevo días sin poder escribir nada coherente con más de tres líneas de extensión. ¿Cuántos días llevo sin escribir un texto más largo que cientocuarenta caracteres? Soy imbécil y necesito leer las cosas una y otra vez. Una y otra. Y otra vez. Por eso he estado releyendo, de nuevo, Crítica y verdad de Barthes. Por eso y porque además de imbécil soy obsesivo. Por eso y porque llevo días, muchos, en los que la lectura es un premio de consolación porque no sé ya cómo escribir. Muy al final de su texto, uno de los pocos de Barthes que son claros [y aún así: soy imbécil y tengo que leerlo una y otra vez y otra para entenderlo], lanza una idea que parece salida de la nada [una nada distinta a esa a la que pertenecen las pocas líneas pergeñadas en estos últimos muchos días en los que mi impotencia para escribir se ha agudizado] y es tán potente como verdadera: la escritura toda puede ser muchas cosas pero es antes que todo afirmación. ¿Qué clase de afirmación? Esa pregunta, ahora mismo, cuando llevo días sin poder escribir y lo poco escrito va a parar a la fosa común del espacio en blanco, es irrelevante. Lo importante [para mí], es otra cosa: ¿qué clase de afirmación es posible enunciar desde un lugar [yo mismo] estéril, una tierra baldía, un suelo podrido? Ha pasado ya un número indeterminado de días, tantos que las imágenes [mis imágenes], esas metáforas que nos permiten asir el mundo, son cada vez menos claras y pertinentes. Borro. Borro y reformulo [re.vela.ción]: ¿qué afirmación es posible enunciar desde un lugar que no existe ya? Porque es eso: llevo varios días, muchos, una cantidad indeterminada, sin poder escribir porque ese lugar de donde salían las palabras [brotaban, se construían, etc.] no está ya donde estaba y probablemente no esté en ningún lado. Porque para afirmar algo, lo que sea, es necesario partir de algún punto, una certeza pre-existente al enunciado y a la cosa que se enuncia. De pronto ya no estaba. Ya no está. O sí está y me sobrepasa. O sí es y yo ya no. O ni una ni otra y no hay manera de saber nada además de que llevo ya una cierta cantidad de días [¿cuántos?] sin poder escribir una línea que sobrepase los cientocuarenta caracteres, de construir una imagen prudente y contundente, de continuar, iniciar o cerrar una trama porque todo lo que fui [en mi nombre no me reconozco, mi casa no lo es más, quienes estaban ya no, esta calle inclinada que miro y recorro cada día me es ajena tanto como los tonos azul cobalto que se arrastran por el cielo cada tarde] ha sido sustituido por la pura indeterminación. Yo no soy ya yo y hasta el lenguaje que hablo y escribo me aparece extranjero [como costumbres de patria ajena], desencajado [como una máquina que pre-existe a su operador y sólo puede funcionar descomponiéndose], pero, sobre, todo, vivo [y resentido como el viajante que despierta de un sueño para mirar las cenizas que de su patria dejó el fuego]: soy hablado por un lenguaje que sólo puede enunciar la falta y su lógica, que permite sólo enunciados con una sintaxis cuyas reglas [me] escapan siempre, exige una apuesta:         ,       ,        ;        ,   ,     y a condición de renunciar a tomar la palabra, la voz vuelta eco es envuelta en ella, y de lo que fui queda sólo una sombra: hasta lo mineral se desvanece en el aire.

[Hace mucho tiempo que no tomo la palabra. Preferiría no hacerlo]

scripturire – la literatura como una ética

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El «Querer-Escribir»= actitud, pulsión, deseo, no sé: mal estudiado, mal definido, mal situado. Está bien sugerido por el hecho de que no existe una poalabra en la lengua para esas «ganas»; o más bien, excepción sabrosa, existe una, pero en el bajo latín decadente: scriptuire, registrada una sola vez por Sidonio Apolinar, obispo de Clermont-Ferrand (siglo V), que defendió Clermont contra los visigodos (importante obra poética). Quiero decir que, puesto que existe una palabra en una lengua, aunque sea una vez, es que falta en todas las demás.
¿Por qué? Sin duda, porque es muy minoritaria; o quizá, de manera más retorcida, porque pulsión y actividad, aquí, están en una relación autonímica: el querer-escribir pertenece únicamente al discurso del que ha escrito, o no es recibido sino como discurso del que ha logrado escribir. Decir que se quiere escribir: ésa es la materia misma de la escritura; por ende, sólo las obras literarias dan testimonio del Querer-Escribir, y no los discursos científicos. Se trata quizá de una definición tópica de la escritura (de la literatura) opuesta a la Ciencia: orden del saber donde elproducto no es distinto de la producción, de la práctica de la pulsión (por eso, pertenece a una erótica). O también: escribir no es plenamente escribir sino cuando se renuncia al metalenguaje; Querer-Escribir sólo puede decirse en la lengua del Escribir: es la autonimia de laque hablaba. Sería bueno que, un día, se hiciera un relevamiento de las obras del Querer-Escribir (del scripturire): pienso, entre otros, en Rilke, Cartas a un joven poeta. Pienso -pero, ¿es ésa la palabra?- en Proust, pues el Scripturire tiene su Suma, su Monumento: En busca del tiempo perdido. Proust escribió la gesta -y también el gesto- del Querer-Escribir. Volveré sin duda a la estructura de esta gesta, pues se trata de un verdadero Relato -el único gran Relato que sigue En busca del tiempo perdido, de uno a otro extremo-, o incluso de un Mito, con búsqueda de fracasos sucesivos, pruebas (el mundo, el amor) y victoria final. No olvidemos: la prueba de que En busca del tiempo perdido es el relato del Querer-Escribir reside en esta paradoja: se supone que el libro comienza al final, cuando ya está escrito (demostración deslumbrante de la autinimia que define el Querer-Escribir y el Escribir). Se puede ir más lejos: todo relato mítico relata (pone en relato) que la muerte sirve para algo. Para Proust, escribir sirve para salvar, para vencer a la Muerte: no la propia, sino la de los que se ama, dando testimonio por ellos, perpetuándolos, erigiéndolos fuera de la no-Memoria. Es por ello que hay muchos personajes en En busca del tiempo perdido (orden de Relato), pero hay una sola Figura (que no es un persona): la Madre, Abuela, la que justifica la escritura, porque la escritura la justifica. Proust está completamente aparte del mundo literario: especie de Héroe no heroico, en quien se reconoce a aquel que quiere escribir.
Roland Barthes, La preparación de la novela.

JORGE CUESTA Y OCTAVIO PAZ por Ramón Rodríguez

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ANTES que todo, debo saludar la presencia aquí de dos destacados cordobeses, paisanos míos, amigos, y reconocidas autoridades en el tema del libro que ahora presentamos, dentro del simposio en homenaje y recuerdo a la vida y la obra de Jorge Cuesta; libro titulado por su autor (una de las dos autoridades mencionadas), o sea, José Luís Cabada Ramos: La relación olvidada. Jorge Cuesta (1903-1942) y Octavio Paz (1914-1998).

La otra reconocida autoridad, no sólo en Cuesta, sino en todo el grupo “sin grupo” de los llamados, también sin muy adecuada precisión, “Contemporáneos”, es el maestro Miguel Capistrán, flamante Premio Jorge Cuesta 2003.

El libro, estructurado por siete ensayos que constituyen siete abordajes distintos, pero concebidos con reiterada profundización y regreso circular a su fuente original, requiere una presentación rigurosa, que sólo un estudio en sus páginas, meticuloso, exhaustivo y realizado con ocupación de tiempo exclusivo y suficiente, puede aportar.

Creo que a mí me corresponde, pues, como fruto de una muy apresurada primera lectura, hecha así por circunstancias totalmente ajenas a mi disposición, formula una amplia recomendación de esta muy completa investigación. Y para decirlo con propiedad, recomendación para todo el universo lector, sin duda bien presentado en ese auditorio; ya que dicha lectura no debe definirse únicamente a expertos o profesionales de las letras sino a todos los miembros del mencionado universo lector.

Pero para fundamentar debidamente esta mera opinión, voy a releer, brevemente, el desarrollo nuclear del ensayo liminar de la obra, nada menos que el encuentro, tomando como primero por el autor; primer encuentro de los dos protagonistas del libro. Relectura acompañada por un igualmente breve comentario, que espero muestre la riqueza de incitaciones y sugerencias que el texto despierta.

Estamos en 1935. El nuevo presidente de la República, general Lázaro Cárdenas, que inaugura en ese año los periodos sexenales en el Poder Ejecutivo Nacional y por consiguiente los planes sexenales del gobierno, propone en el suyo poner en práctica una educación plenamente socialista, en las escuelas primarias de la nación.

En seguida surgen por todos lados saludables debates, entre quienes defienden la iniciativa sin objeción alguna, quienes la impugnan de igual modo absoluto y de los que tratan de completarla aseándola de simplezas y dogmatismos, en busca de una realista instrumentación jurídica y pedagógica.

Entre los debates, el más importante y serio sin duda, es el de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Cito ahora textualmente a Cabada Ramos:

“El auditorio en donde se llavaba a cabo el debate se encontraba pletórico de asistentes y curiosos, pero entre los participantes más atractivos, quien se destaca por las ideas y argumentaciones es el escritor y poeta Jorge Cuesta, vigilado por Octavio Paz”. En seguida habla éste: “El entusiasmo y la curiosidad despertada por el poeta durante aquellos años de su juventud, a quien se considera ya la conciencia crítica del grupo “Los contemporáneos”, un autor polémico con más repudios que apremios en el medio literario de México, fue suficiente motivo para acercársele en uno de los recesos de las sesiones”.

Transcribo ahora la pregunta inicial del joven Paz:

“¿Qué diría su amigo Huxley de este circo?” Fin de cita.

Por último, este pequeño comentario:

Qué curioso que dos poetas que al correr de los años han sido motejados parejamente de artepuristas evadidos de confrontar cualquier cuestión social y compromiso con “las mejores causas del pueblo”, y lo que es peor aún, de evitar cualquier debate al respecto, debatan abiertamente a propósito de un debate nacional, desde posiciones antagónicas pero perfectamente debatibles, dentro de la misma Revolución Mexicana, la misma Paideia y la misma Weltanschaung.

Muchas gracias.

La muerte en la poesía de Xavier Villaurrutia, por Xavier Villaurrutia

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por Josué Castillo

Las referencias a la muerte en la obra de los Contemporáneos no son escasas. En la Contemporáneos se encuentran algunos textos donde, tangencialmente al menos, se toca el tema e, incluso, es el tópico central de tres de los trabajos más representativos del grupo sin grupo: Muerte sin fin, de José Gorostiza; Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia; Muerte del cielo azul, de Bernardo Ortiz de Montellanos. Mención aparte merece Jorge Cuesta, autor en cuya poesía se insinúa un proceso de muerte similar a una experiencia mística en el que yo poético a veces se resiste, a veces se entrega con más de resignación que heroísmo (entre estos textos destacan los poemas Al gozo en que la fruta se convierte, Soñaba hallarme en el placer que aflora y Este amor no te mira para hacerte durable). Continuar leyendo

Hacia una literatura mediocre, por José Gorostiza

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He tratado inútilmente de recordar siquiera diez títulos de obras literarias publicadas en México durante 1930. No pude dar, desde luego, con uno solo de poesía. De prosa se publicaron dos: La Rueca de Aire, de José Martínez Sotomayor, y Diagrama, de Eduardo Luquín. El total, sin contar dos obras de teatro estrenadas, pero no impresas, y con un amplio margen para suplir olvidos, no debe pasar de la media docena, ni las ediciones de 300 a 500 ejemplares. Continuar leyendo

Le aseguro a usted que cuando menos no he fracasado en vano (carta de Gorostiza a Villaurrutia)

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Quisiera poderle habla de mí, pero hace tiempo que sufro de una repugnancia tan honda por mí mismo, que ningún otro tema me es tan desagradable. Espero salir pronto de esta crisis e instalarme de nuevo en la vida de una manera más firme, purgado ya de vanos orgullos y esperanzas estúpidas. Quizá no persevere en el deseo de escribir.
Ahora puedo decirme ya, sin angustia, que nunca fui un escritor ni un poeta acaso, y eso sí desmedidamente, no haya sido siempre más que un vanidoso. Pero le prometo que, andando el tiempo y si este lo permite, seré un viejecito con quien se podrá conversar a gusto; porque si es verdad, como dicen muchos de mis amigos, que he fracasado, le aseguro a usted que cuando menos no he fracasado en vano.

Fragmento de una carta de José Gorostiza a Xavier Villaurrutia, fechada el 18 de noviembre de 1935, 4 años antes de publicar «Muerte sin fin».

Toda una vida. Carta de Bolaño a Mario Santiago [Blanes, 29 de noviembre 1994]

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Querido Mario: por fin noticias tuyas. Por otras personas siempre he ido enterándome de pasajes, escenas probablemente apócrifas -o no- de tu vida, cuentos y anécdotas que en ocasiones remitían directamente a la Mitología o al Bestiario Fantástico. Espero de ahora en adelante, o al menos durante un tiempo, tener la información de primera mano. Esto suena a regaño pero no lo es. Continuar leyendo

La crítica desnuda – Jorge Cuesta

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Es sospechoso que un libro de crítica sea recomendado a causa de su pasión. Por lo general, no se concibe sin recelo una crítica apasionada; pero si es vicioso el juicio de esta crítica, creo que más bien se debe a que se descarga de su pasión y no a que la mantiene. Me parece una crítica viciosa aquélla en que la pasión se desahoga, en que la pasión encuentra su catarsis, para no volver a exigir alimento; pues miro que se traiciona la pasión que admite que la satisfacción la substituya por entero y que no se soporta a sí misma. Una pasión que no sabe ser el sentimiento de una ausencia es una pasión que se desconoce. Falsa es la crítica apasionada, en efecto, pero sí se entiende así a la que no soporta la ausencia que la constituye; que encuentra su naturaleza en descargarse del sentimiento que la obsede, de la avidez que la contiene, y que justifica, por su descanso, el desprecio que tiene para su pasión el miserable mérito de la sabiduría. Pues una serenidad falsa es la de la conciencia que no está presente a su tormenta, la de la crítica que no está pendiente de la originalidad de su propia producción. Y admiro la sabiduría, la serenidad, como un riesgo del acto, mas no como un aniquilamiento del acto. Admiro la crítica que encuentra su serenidad, su sabiduría, no en el sueño y la domesticación de su conciencia, sino en la conciencia y en la libertad de su estremecimiento. Esta crítica es rara, para quien la crea y para quien la admira, pero cómo compensa su rareza, al mismo tiempo que la mantiene, un libro de crítica como el que reúne los raros escritos de Antonio Marichalar.
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