Poco ha ayudado al crédito de la mujer en las letras la exigencia social que ha pesado constantemente sobre su carácter: se le ha exigido siempre la simisión y se le ha negado la capacidad de rebelarse. Las mujeres rebeldes han sido juzgadas msculinas, marimachos, infieles a su condición de mujeres. Y, puesto que el espíritu es una rebeldía, no se ha tolerado socialmente que existan mujeres espirituales. Es común en la crítica y en la historia el sentimiento que considera a las mujeres que se distinguen por el espíritu, como poseedoras de un temperamento masculino. No pocos filósofos modernos han fundado su interpretación de los sexos en la idea de que el espíritu no es el temperamento de la mujer. Sin embargo, en el fondo de esta idea, probablemente no se manifiesta sino el deseo masculino de que la mujer no sea espiritual y, al serlo, norme su vida con el pensamiento de que hay en la vida exigencias más importantes que las del hombre. Pues se resiste el hombre a que el espíritu se apodere de la mujer, porque se resiste a despojar a sus sentidos de ella.
No impera menos en la sociedad un sentimiento femenino, que exige al hombre la sumisión al sexo, y que no tolera en él la rebeldía que se origina cuando lo ganan fascinaciones espirituales. Sólo a los muertos se les aplaude la rebeldía, y esto es significativo de que no se tolera que los vivos desoigan los mandatos de la necesidad de sus semejantes. Nunca se ha dejado de ridiculizar y despreciar vulgarmente a los sabios, a los artistas, a los ascetas, que privan a la sociedad de su misión carnal. Y este sentimiento por cuanto se ejerce sobre los hombres, y aún cuando se expresa a través de los hombres, es un sentimiento de la mujer.
Hay tanto derecho para desconfiar del juicio que niega la capacidad intelectual de la mujer, como para desconfiar del que se considera poco viril al hombre que no admite el yugo de las pasiones más inflexibles de la sociedad. El mismo origen tienen uno y otro juicio: se inspiran en la misma necesidad, en el mismo interés. Pero puede advertirse que tiene una mayoría influencia social el que proviene el de los hombres. En las actividades espirituales se han distinguido muchos más hombres que mujeres. Esto no significa sino que ha sido más fácil para los hombres eludir el yugo del sexo opuesto; y no prueba, en una sociedad gobernada por el hombre, que la mujer es más naturalmente sumisa, sino que está más socialmente sometida. Si se juxga marimacho a una mujer que brilla espiritualmente, no es porque falta a su naturaleza, sino porque falta a la naturaleza, al celo carnal del hombre. Y es al hombre a quien hay que conceder menos capacidad espiritual, si se da toda su significación al hecho de que, en la sociedad que el hombre gobierna, una mujer espiritual resulta hombruna y un hombre espiritual afeminado.
En su ensayo El Sino de la Mujer, el doctor Bernardo J. Gastélum, hace notar el papel revolucionario que desempeñó la Iglesia Católica al establecer socialmente el derecho de las mujeres a la castidad, que es una rebeldía del espíritu. Fue esta revolución religiosa a la que se debieron, seguramente, espíritus como Santa Teresa y Sor Juana Inés de la Cruz, que nadie se abstiene de considerar poco femeninos. No obstante, la propia Iglesia ha sido quien se ha encargado de someter a la mujer, oponiendo a la santidad rebelde de la castidad, la santidad sumisa del matrimonio, que es, esta última, la institución que el hombre emplea para asegurarse la incompetencia intelectual de la mujer. Cabría, por lo mismo, no atribuir a la Iglesia católica la emancipación de la mujer, sino a la corriente humanista que conmovió, también profundamente a la Iglesia, aunque sin nunca hacer preponderar, sobre las tendencias prácticas de la doctrina católica, las tendencias revolucionarias del cristianismo. Pero, sea cualquiera el origen de esa emancipación que pudo observarse en los siglos XV, XVI y XVII, y sea cualquiera la extensión universal que alcanzó, hasta para demostrar que la capacidad de la mujer en las actividades del espíritu no depende sino de la capacidad del hombre para tolerarla.
Es tan rara esta última capacidad, que ni siquiera le permite al hombe advertir que es su interés el que quiere que sean considerados como casos anormales, excepcionales, las mujeres que se distinguen intelectualmente. Es penoso para el hombre admitir que una mujer intelectual sea la norma de todas las mujeres; algo dentro del hombre se subleva al concebir sólo la posibilidad; sencillamente, siento inhabitable un mundo en que la mujer intelectual no sería lo insólito, sino lo común; y es que ese mundo, en efecto, no sería el más adecuado para la felicidad del hombre.
Hasta los más distinguidos intelectuales masculinos no se libran de sentir repugnancia por la mujer intelectual; aunque se supone que les interesa más la inteligencia que la mujer. Alguna vez se ha visto que las más respetables firmas de nuestra literatura han opuesto empeñosamente, al tipo intelectual de la mujer, el tipo sentimental de la madre. Esos respetables hombres de letras habrían protestado, gravemente ofendidos, si alguien les hubiera hecho notar que sus propósitos secretos eran santificar la animalidad y mandar al diablo la inteligencia. Pues tan profundo es en la sociedad el sentimiento, que sus raíces ya son obscuras, lo cual le permite hasta pretender que es un sentimiento espiritual.
C omo espiritual se da también el sentimiento que en la litetatura canta la mujer; pero esta espiritualidad no espera que en las obras literarias de la mujer sea glorificado, a su vez, el hombre; espera que también en ellas sea glorificada la mujer. En rigor, esta espiritualidad no se interesa en la mujer, sino en la felicidad masculina, y su canto a la mujer es un canto a los sentidos del hombres. De la mujer y de sus obras literarias, el hombre espera también respeto y la admiración de lo que él siente, no de lo que siente la mujer. Cuando pretende que la literatura de las mujeres sea femenina, no expresa sino su anhelo de que sea un nuvo tributo a su propia embriaguez. Una literatura como la de Sor Juana Inés de la Cruz es juzgada, ineludiblemente, masculina, propia de un marimacho; porque So Juana Inés no se da a la mujer como objeto, no se contempla a sí mismo con los ojos del hombre, no obedece a “la psicología de la mujer”. Y como no se interesa en lo que el hombre experimenta y, en consecuencia, no dirige la atención del lector masculino a su propia vida, sino a lo que está fuera de él, a lo que, para ser captado requiere ser pensado y no exclusivamente vivido, no logra envanecer al lector.
Toda verdadera poesía tiene por efecto llevar al que la escucha o la lee a sentir una felicidad fuera de él mismo, y tiene que fundarse en el desinterés, que es la naturaleza del espíritu. La poesía es una inteligencia incondicionada, que puede llamarse la inteligencia del azar y la aventura. Por esto debe esperarse que será verdaderamente poética la obra literaria de una mujer que se aventura a sorprender, en el alma de la mujer, lo que no se produce en ella a solicitud del hombre, es decir, lo que es imprevisto e inesperado, lo que no tiene por objeto embellecerla. Esta virtud encuentro en un libro que es un primer libro de Margarita Urueta, publicado recientemente con el título Almas de perfil, y al que debo las anteriores reflexiones. En los dos breves relatos que lo constituyen no se encuentra una literatura femenina, sino la manifestación de una auténtica capacidad poética. Incierta, como es, su expresión todavía, inseguro de su estilo y tímida su concepción, en esta obra de Margarita Urueta se anuncia, no obstante, un temperamente inflexiblemente personal y libre, es decir, inflexiblemente poético.
Es fácil que la mirada del lector no salte por encima de ciertas impropiedades del lenguaje, de ciertas vacilaciones en la forma, de ciertas confusiones que son de esperarse en una juventud que, con el orgullo de no sacrificar su personalidad, teme que en la reflexión no se madure la personalidad, sino se pierda. Es fácil que la impaciencia del lector encuentre superficialmente motivos para juzgar que la incoherencia de pensamiento que le resiste en el libro es el producto de una incapacidad, de un abandono de la concepción. Pero esta incoherencia sabe entregar el significado que defiende; en ella se expresa la razón poética del libro, cuyos dos relatos no pretenden más que transcribir el alma incoherente y frenética de dos personajes que están cerca de la muerte, uno, porque se ve próximo a morir; el otro, porque sale de una convalecencia. Y, como están cerca de la muerte, el alma de estos personajes delira, y se siente fervorosamente vivir.
Se recuerda sin querer a los sobrerrealistas que quieren que toda poesía se produzca en virtud de una incoherencia semejante al delirio, al sueño y la locura. Por mucho que esta doctrina choque con el sentido común, no puede ignorarse que el valor de la poesía está en su reserva, reserva de naturaleza semejante a las que, en la locura, en la neurosis y en los sueños el psicoanálisis se preocupa por desentrañar. Data de mucho tiempo la aproximación que se ha hecho entre la poesía y la locura. Aunque, ciertamente, no puede emplearse esta aproximación para despreciar a la poesía, como se inclina a hacerlo un sentimiento vulgar de la sociedad. Por el contrario, de acuerdo con los sobrerrealistas , y gracias a ellos, es posible utilizar esta semejanza nuevamente no para dar un sentido patológico a la poesía, sino para ver el sentido poético de la demencia y despertar la sospecha tradicional de que se debe a la presencia de un dios.
Volviendo al libro de Margarita Urueta, hay que advertir que la incoherencia en que querría versa la disipación de su pensamiento no es sino lo que lo defiende de circular de un modo banal y le permite estar recónditamente a la disposición de un demonio interior. Claro que el sentido común se contraría; pero no hay poesía que no logre contrariarlo. Y como el sentido común es el fundamento natural de la sociedad, cuyos actos están siempre fundados en una próxima evidencia sentimental, es posible, que los dos relatos se sientan como doblemente subversivos, como doblemente ofensivos para la sociedad; pues la sociedad no soporta que en la poesía exista una fascinación más poderosa que ella, y soporta todavía menos que esta fascinación se ejerza sobre la mujer.
Pero en el temperamento de Margarita Urueta la poesía es la más fuerte, y espero que el lector que no se pare en su juventud, en las imperfecciones, en la aspereza personal del primer libro, deberá agradacerle muy pronto una verificación de que la capacidad poética de la mujer es una capacidad del espíritu, una capacidad de la poesía.
El Universal, Primera sección, diciembre 3 de 1934, pp. 3 y 7.